Pues
si el torno de la Inclusa
es un buzón verdadero,
¿adónde llevan los ángeles
las cartas para el infierno?
es un buzón verdadero,
¿adónde llevan los ángeles
las cartas para el infierno?
En una España atenazada por la pobreza, el hambre, los conflictos bélicos, constantes vaivenes económicos, cambios políticos y encorsetada dentro de una estricta moral católica, la exposición de niños en iglesias y calles públicas se practicó con cierta frecuencia, hasta bien entrado el siglo XIX. Nacidas para evitar la gran cantidad de abandonos e infanticidios que se cometían, de los que muchos se camuflaban como accidentes, las Cofradías primero y las Inclusas después, fueron el punto de recogida de los niños que sus progenitores rechazaban, evitando la exposición en sitios abiertos por lugares más seguros. La ilegitimidad de muchos de ellos, fruto de amores clandestinos o no consentidos, donde la población estudiantil tuvo algo que ver y otros menos agraciados por haber nacido dentro del seno de una familia humilde marcó el futuro, si alguna vez lo tuvieron de estos pequeños, que nada más ser abandonados pasaban a formar parte de los marginados y rechazados.
Estos niños se convirtieron sin quererlo en un auténtico problema social y humano y aunque se intentó por parte de los estamentos mejorar su situación tanto económica como social, creando fundaciones y Hospitales, estas nunca pasaron de ser meras intenciones.
Lo verdaderamente sobrecogedor, es que durante más de dos siglos la muerte con estos niños trabajó a destajo y las creencias religiosas se toparon con la dura realidad.
Esta es la historia de las Cofradias e Instituciones salmantinas que se encargaron de velar por intentar dar una solución a un mal demasiado extendido tanto en la ciudad como en la provincia.
Las casas de Expósitos.
En
el año 1586, ante la gran cantidad de niños que son abandonados a
su suerte por distintos rincones de la ciudad y la gran mortandad que esto les provoca, surge la primera organización encargada de socorrer a los Expósitos de Salamanca,
constituida por la cofradía de San José y Nuestra Señora de la
Piedad.
Esta Cofradía era la responsable de recoger a todos los niños expuestos y buscarles una ama de cría que les amamantara en las primeras horas y velar por su atención y cuidado. Carente de conocimientos básicos e infraestructura adecuada para realizar su labor, subsistía principalmente con la ayuda de limosnas o de legados testamentarios que no le alcanzaba para cubrir gastos en estos primeros años, teniendo que pedir dinero al Cabildo para poder cumplir su labor.
Esta Cofradía era la responsable de recoger a todos los niños expuestos y buscarles una ama de cría que les amamantara en las primeras horas y velar por su atención y cuidado. Carente de conocimientos básicos e infraestructura adecuada para realizar su labor, subsistía principalmente con la ayuda de limosnas o de legados testamentarios que no le alcanzaba para cubrir gastos en estos primeros años, teniendo que pedir dinero al Cabildo para poder cumplir su labor.
«...las desgracias que se experimentaban con estos inocentes, pues los encontraban pendiente de los cerrojos de las puertas, o arrojados en las plazas, siendo alguna vez mordidos por los brutos».
Ante
el incremento de abandonos y la insuficiente capacidad económica y
asistencial, para realizar su labor, agravado por la alta tasa de
mortalidad entre los expósitos recogidos superior al 90% en estos años, el
Concejo, el Obispo y el Cabildo deciden en 1613, crear una nueva
cofradía dependiente de este último: Nuestra Señora de la
Misericordia.
Afincada en el hospital con el mismo nombre, junto a la iglesia de San Cristóbal, se dotó a esta Casa con una nueva organización, aunque no más eficiente que la anterior. Sustentada por el Cabildo, Concejo, Obispo, Universidad y de las aportaciones que hacían varios colegios mayores y vecinos de la ciudad, su economía nunca paso de ser básicamente de subsistencia.
Afincada en el hospital con el mismo nombre, junto a la iglesia de San Cristóbal, se dotó a esta Casa con una nueva organización, aunque no más eficiente que la anterior. Sustentada por el Cabildo, Concejo, Obispo, Universidad y de las aportaciones que hacían varios colegios mayores y vecinos de la ciudad, su economía nunca paso de ser básicamente de subsistencia.
Para
tener un lugar donde poder depositar a los niños que eran
abandonados por sus familias y no fueran dejados de manera
indiscriminada en diferentes puntos de la ciudad, se dotó a la
cofradía de dos cunas, una en la Catedral y otra en el mismo hospital,
pero aun así la tasa de muertes siguió siendo alta y
treméndamente sobrecogedora, cerca del 84% de los niños fallecían
casi a los pocos días de su recogida, y muy pocos alcanzaba el
primer año de vida. El tiempo que pasaban a la intemperie a la espera de
ser recogidos y el mal estado en el que llegaban muchos de ellos por unas condiciones pésimas en su traslado,
marcaba el futuro de los pequeños.
Hospital Nuestra Señora de la Misericordia. |
Sólo
de 1700 a 1720 cuando se construye la nueva casa, de 2690 niños
recogidos, 2108 morirán en la Inclusa. En el conjunto del Estado tres cuartas partes de los niños abandonados (755 por mil) fallecían antes de cumplir los siete años.
Salamanca en esta época pasaba por ser la ciudad española con más niños expósitos en relación con los niños censados. Entre un 13,6 y un 19,5% de los menores de 7 años salmantinos habían pasado en algún momento de su vida por la Inclusa.Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia (calle Asadería) |
En
el año 1720, para dar cabida a los menores abandonados, se reforman
dos casas que tenía la institución en la calle Gibraltar,
dotándola de un nuevo edificio, el del Hospital de San
José, más adaptado a las necesidades de acogida, pero con las
mismas carencias que las anteriores. Es en esta nueva Casa donde se
crean, ante la gran mortandad de los niños que son dejados a sus puertas, muchos de
ellos incluso lo hacen antes de ser recogidos por los responsables, un torno en el exterior y otro en la misma puerta, que mejorarían sustancialmente la esperanza de vida
de estos pequeños, que en estos años pasó del 70-80% a poco menos
del 60%. Aunque seguía siendo alta si la comparamos con la tasa de
muertes en la población infantil de la
época, que rozaba el 49%.
Es
en estos años cuando la Casa Cuna mejora económicamente gracias a un legado testamentario, que le aporta grandes beneficios, aunque tan sólo llegaría a los niños menos de un tercio de todo el dinero.
«Es en lo general del hombre en este mundo nacer, que es su principio; vivir es su medio y morir es su fin. Pero de esta parte o número de hombres que hablo, no ha sido así: nacen y mueren como los demás, pero su vivir no dura más por lo regular, que lo que se necesita de vida para perder la vida misma; en unos cuatro días, en otros ocho, en algunos un mes, en raro un año; según su mayor o menor robustez y desamparo, mientras que la hambre, la miseria, el abandono los destruye los acaba».
Rechazados
por una sociedad, la del siglo XVIII con una fuerte convicción religiosa que no admitía a esta clase de
niños entre ellos, pues eran sospechosos de haber sido concebidos en pecado, estos críos crecían
desde el momento que penetraban en la Inclusa con el estigma del
aborrecido.
Hospital de San José, hoy Archivo General de la Guerra Civil |
Su
llegada a las puertas de la Casa, en muchos de los casos lo hacían
mal alimentados, mal abrigados y sobre todo muy debilitados. Esto
provocaba que pocos sobrevivieran a los primeros días de su
depósito.
El transporte hasta la Casa se realizaba en el mayor de
los anonimatos y a altas horas de la madrugada, garantizándose de esta manera no
ser vistos por persona alguna y mucho menos por la autoridad. Llegaban niños desde todos los pueblos de la provincia, incluso lo hicieron de diversas ciudades como Zamora, Ávila, Cáceres o Madrid.
El
abandono de niños que estaba castigado con fuertes condenas, llegando incluso hasta la pena de muerte, tuvo que
ser suavizado con otras menores ya que muchos padres ante el temor de
ser descubiertos, juzgados y sentenciados por dicho motivo preferían
deshacerse del menor en parajes apartados provocándoles la muerte de manera deliberada. Se dio el caso de encontrar a algunos padres enterrando vivos a sus propios hijos, esto hizo que el número de niños recogidos en la Casa Cuna creciera
sustancialmente, aunque su esperanza de vida no fuera más allá de
unos meses.
«Si el párroco supiera haberse enterrado algún niño sin bautismo, caso por ocultar el suceso, deberá desenterrarlo con secreto y bautizarle si le encuentra vivo; pues suelen hacerlo así sin matarle, y es experiencia segura que aun así viven algún tiempo».
«...es necesario alentarlos (a los padres), para que exponiéndolos en caso forzoso, no maten los hijos: conviniendo como he dicho, aplaudir en algunas partes el hecho de exponer, al mismo tiempo que acriminar la ocasión a que esto obliga».
Fruto
de la pobreza y en mayor grado de relaciones ilícitas, (el 88,4% lo
fueron), el número de expósitos crecía con mayor fuerza en épocas
de penuria y escasez. Los periodos en que escaseó el grano, como en
el año 1709 en que una plaga de langosta acabó con los campos
cultivados, el de 1711 que una pertinaz sequía hizo subir de manera
desmesurada el precio del trigo, o en épocas de grandes pandemias
como la de 1722 que una epidemia de viruela causó gran mortalidad
entre la población salmantina, condicionaron de manera significativa
la economía familiar, ocasionando entre los estratos más
desfavorecidos una gran pobreza. Significativamente creció también el número
de abandonos durante los periodos bélicos, como durante la Guerra de
Sucesión o la Guerra de la Independencia.
«Trajéronla de Aldearrubia por haber muerto su madre Teresa Marcos, y su padre Joseph Blanco ser pobre de solemnidad, y al presente quintado por soldado y tener más hijos. Y por estas razones se cría».
Ventana donde posiblemente estuvo situado el Torno. |
Los
niños que eran expuestos y para ser reconocidos en caso de que
volvieran los familiares a recuperarlos, solían hacerlo con alguna
señal que los identificara: imágenes de santos, medallas, monedas partidas en dos o amuletos. Se dio
el caso en que hubo niños que llegaban marcados con señales y
escarificaciones, como el caso de una niña que ya lo hizo marcada al
hierro en una pierna o el de algunos otros que fueron recogidos con quemaduras de cigarros en distintas partes del cuerpo: mejillas, brazos, tobillos, pantorrillas, espalda y frente. Otros menores fueron abandonados con las
orejas seccionadas igual que se le hacía al ganado. Algunos fueron depositados
con la promesa de ser recogidos por sus padres en cuanto la situación
de la familia se recuperara, aunque un pequeño porcentaje de ellos
volvieron con sus progenitores realmente, el 2,9%. Fueron abandonados niños de todas las edades y condición social siendo muy rechazados por sus progenies, los que presentaban alguna malformación o deficiencia.
«Esta criatura es de gente pobre y por hallarse inpedidos sus padres y no poder asistirla, la remiten hasta que Dios les dé forma de bolber por ella».
Una
vez que el niño ingresaba en la Casa y en el supuesto de una futura recuperación por parte de sus progenitores, se le tomaba: el nombre (si venia con el dado), señales identificativas, las ropas y objetos que traía, la hora y fecha de
llegada, donde fue depositado, conocimiento o no de padres y si lo hacían con certificación de agua de bautismo o no. Si no había certeza de haberlo sido, recibía un "bautismo de socorro" por parte de los responsables de la Casa ante la posibilidad de no poder sobrevivir. Si finalmente lograban salir adelante eran llevados a la iglesia para recibir los santos óleos, algo que no podía demorarse más allá del octavo día.
«Está bautizado de socorro por persona muy instruida y que así sólo le suplico las ceremonias según costumbres de la Iglesia».
Dentro de la Casa, pasaban a manos de unas Amas internas que
eran las encargadas de amamantarlos y vestirles, cuidándolos
mientras los niños estuvieran bajo se responsabilidad, aproximadamente durante
dos meses. Estas mujeres solían tener varios menores a su cargo lo
que hacía que los lactantes nunca estuvieran bien alimentados.
Posteriormente a los que salían adelante, se les procuraba una Ama
externa que era la encargada de seguir con su lactancia. Estas no podian ser ni esclavas, ni moras judias o negras, sobre todo para que no transmitieran a los amamantados mediante la leche "sus inclinaciones o errores". Tenían
asignado un mísero jornal de cuatro reales de vellón por semana y
niño que criaran a teta y de seis al mes por los destetados, que
solían cobrar con bastante retraso. Repartidas por toda la ciudad y por buena parte de los pueblos cercanos a la capital,
el núcleo de mayor concentración se situaba junto al edificio de la Casa-Cuna, en los arrabales del
puente, entre la gente más pobre que se podía encontrar y que
habían sido rechazadas como nodrizas en otras casas, por enfermas o por la mala calidad de su leche.
Antes de la construcción del edificio de la calle Gibraltar la mayor concentración de Amas se encontraba junto al Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia, en las calles Banzo y Asadería, Plaza del Peso y junto a las parroquias de Santa Eulalia, Sancti Spíritus, San Cristóbal y San Mateo, principalmente.
Antes de la construcción del edificio de la calle Gibraltar la mayor concentración de Amas se encontraba junto al Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia, en las calles Banzo y Asadería, Plaza del Peso y junto a las parroquias de Santa Eulalia, Sancti Spíritus, San Cristóbal y San Mateo, principalmente.
«...mugeres mal alimentadas que muchas veces siguen criando a sus hijos, y dan al expósito el alimento necesario para que arrastre lánguidamente una vida que no tarda en extinguirse, no olvidemos que si la vida es compasiva la miseria es dura»
Algunas de ellas solían sacar a los niños para que no se les retirara la leche y encontrar un trabajo mejor pagado amamantando a los niños de las familias más acomodadas.
Poco
estimulantes, la dejadez, la desatención y el desapego por su labor
era norma habitual. Solían encargarse de varios de estos niños a la
vez compaginando sus labores diarias con el cuidado del pequeño. Compartir su leche con los hijos de la nodriza era norma habitual, lo cual
suponía para el recién llegado recibir el pecho en el último
lugar, cuando lo recibía y compartir con el resto enfermedades e
infecciones como la viruela, la tos ferina, la disentería, la difteria o el garrotillo, entre otras muchas más, bastante frecuentes en esos años. La mortandad en estos niños exteriorizados, alcanzó al 75% de ellos.
«Mueren de hambre a razimos, no lo ocultemos, yo lo he visto. Mueren cubiertos de costras y lepra, a los ocho días de nacer limpios, yo lo he palpado. Mueren abandonados, hechos cadáveres antes de serlo, yo lo he llorado delante de Dios. ¡Espectáculo funesto!».
Con
las Amas permanecían hasta que los niños cumplían los ocho años,
que era cuando tenían la obligación de devolverlos a la Casa Cuna,
responsable de ellos. Desde ese momento los expósitos que no habían
sido recuperados por la familia genética, pocos en todo caso,
quedaban a disposición de cualquier persona que quisiera adoptarlos.
El alto porcentaje de adopciones que se realizaron y en la mayoría
de los casos, se hicieron para hacer trabajar al adoptante al servicio
de una casa o una familia cuando eran niñas o para servir como mano
de obra barata en el caso de los niños. También las hubo que se
hicieron de manera legal y con intenciones verdaderamente de
ahijamiento, pero estas fueron muy pocas.
Los
que no conseguían ser adoptados, ni recuperados por sus familias
tenían la opción de de aprender un oficio y una educación en
diversas instituciones de la ciudad.
La falta de interés en la educación de los expósitos por parte de la familias adoptantes y de las instituciones, y ante la gran cantidad de ellos que se dedicaban a la mendicidad y al raterismo, dio lugar a que el Cabildo Catedralicio, intentando disminuir el número de críos que se dedicaban a estas artes, se planteara buscar una solución a la falta de garantías educativas de las que podían gozar estos niños y niñas una vez que abandonaban la Hospitalidad, dándoles otra opción de vida que la de la calle.
Los
que así lo desearan podían entrar en el Seminario de Carvajal donde se
acogía a los niños mayores de diez años huérfanos y pobres de
solemnidad. Aquí se les enseñaba a leer, escribir y contar,
dándoles posteriormente la posibilidad de aprender un oficio,
alistarse en en la milicia o cursar estudios superiores.
Otra
opción era ingresar en el Colegio Seminario de Mozos del Coro, donde
se les proporcionaba una educación a los niños destinados al
servicio del Coro de la Santa Iglesia y en el que se les preparaba
para una vida dedicada al sacerdocio.
En
el caso de las niñas podían asistir al Colegio de Niñas Educandas,
una institución creada en el siglo XVIII, para muchachas de entre ocho y dieciséis
años, donde se les daba educación básica y religiosa, que no educativa y se les
enseñaba los oficios propios del sexo femenino (coser, fregar,
cocinar, limpiar...). El colegio estaba situado junto a la Casa-Cuna, en la misma calle Gibraltar, en una vivienda alquilada a D. José Reyna y Vallejo, para la que se cerró la puerta que daba acceso a la calle y se abrió una nueva que comunicaba interiormente el colegio con la Hospitalidad de los niños.
Del total de niños acogidos en la casa y que lograron sobrevivir tan solo 26 de ellos acogieron estas clase de beneficios.
Del total de niños acogidos en la casa y que lograron sobrevivir tan solo 26 de ellos acogieron estas clase de beneficios.
Los
que no quisieron o no pudieron recibir una educación o encontrar un trabajo al que dedicarse, ni se alistaron en
la milicia, se vieron abocados a practicar la mendicidad, el hurto o
la delincuencia. En el caso de la niñas la salida que más se utilizó fue la de ejercer la prostitución de manera voluntaria por necesidad para poder comer u obligadas por algunas personas que habían ido a la Casa-Cuna con la falsa promesa de darles un trabajo digno que nunca se produjo.
«...los chicos que tengo presos, me aseguran que no tienen domicilio, arte ni oficio, que viven de la limosna, y se recogen donde la casualidad les proporciona, confirmado por otros muchachos con motivo de iguales excesos. Y no siendo más afortunadas las niñas que de dicho Depósito se entregan a mugeres viciosas o sin más ocupación que la mendicidad».
Desde
el año 1806, la institución inicia un pronunciado declive que se
agrava con la enajenación de varias de sus propiedades fruto de los decretos desamortizadores de 1796 y 1805 promovidos por Godoy. El asentamiento francés en la capital desde 1809 hasta 1813 y los diferentes cambios
de rumbo que toma la Nación con la restauración de la Monarquía y su posterior abolición, el trienio liberal y el retorno del absolutismo, hacen que empeore aun más la
delicada situación económica de la Casa de Expósitos, situación
que cuatro años más tarde, obliga al rey Fernando VII a tomar la
decisión de reunir en un mismo establecimiento la Casa Cuna y el
Hospicio, situado en el antiguo edificio del Real Colegio de la Compañía frente al Palacio Fonseca, finalizando de esta manera la andadura de una institución
que durante más de dos siglos había estado velando por los pequeños
abandonados de esta ciudad.
En el año 1825 cerrará definitivamente las puertas la Casa de Expósitos de esta ciudad.
- Expósitos en Salamanca a comienzos del siglo XVIII. María Fernández de Ugarte.
- Marginación y pobreza. Expósitos de Salamanca (1794-1825). Eulalia Torrubia Balagué.
- La inclusa de Pontevedra. Ana María Rodríguez Martín.
- Expósitos e ilegítimos en Las Palmas en el siglo XVII. Manuel Lobo Cabrera, Mª José Sediles García.
- Desde el exterminio a la educación Inclusiva. Gilda Aguilar Montoya.
- Los niños expósitos de Úbeda y Sepúlveda en el antíguo Régimen: las obras pias de San José y San Cristobal. Adela Tarifa Fernández.
- La Reina del Tormes. Fernando Araujo.
- Historia de Salamanca. Manuel Villar y Macias
- Libro de las noticias de Salamanca que empiezan a regir el año 1796. Joaquín Zahonero.
- Miscelánea pedagógica : homenaje al profesor Vicente Faubell Zapata. El Colegio de niñas educandas: una institución para niñas expósitas de Salamanca a mediados del siglo XVIII. Eulalia Torrubia Balagué.